Alejandro Moreno*
Hay momentos en la historia de un país en los que la indignación deja de ser un sentimiento aislado para convertirse en un grito colectivo. México está viviendo uno de esos momentos. Resulta evidente —y doloroso— que varios servidores públicos de primer orden en Morena han cruzado una línea que jamás debió haberse tocado: la que separa al Estado de derecho del abrazo con la criminalidad. Lo que antes eran sospechas hoy parecen patrones; lo que antes se intuía hoy se confirma en actos, omisiones y complicidades que han costado vidas, han saqueado instituciones y han dejado en la indefensión a millones de mexicanos.
La tragedia no está solo en el dinero robado, en las instituciones debilitadas o en la descarada utilización del poder para proteger intereses oscuros. La tragedia está en quienes creyeron. En las y los ciudadanos que depositaron su confianza en personas que prometieron limpiar la corrupción y terminaron hundiéndose en ella. En los gobernados que perdieron la vida porque quienes juraron servirles estaban demasiado ocupados negociando con quienes lastiman al país. Nada duele más que la traición disfrazada de esperanza.
Un gobierno que mantiene vínculos, tolerancias y silencios frente al crimen organizado no es presente ni puede ser futuro. Un gobierno así se vuelve rehén de las mismas fuerzas que dice combatir, y cada decisión pública queda condicionada por los pactos que nunca se hacen a la luz del día. Las instituciones no pueden consolidarse mientras alguien les tiene tomada la medida desde las sombras.
Lo saben. Por eso hoy, desde el poder, hay una prisa casi desesperada por imponer reformas amañadas, como la electoral o la de revocación de mandato. Porque quien se sabe descubierto, vulnerable y deslegitimado, intenta blindarse a codazos legislativos. Quien perdió la confianza de millones pretende manipular las reglas del juego para sostenerse.
La captura del Estado por intereses criminales no solo erosiona la vida pública; descompone el tejido social entero. Los ciudadanos comienzan a vivir bajo la lógica del miedo, no de la ley, y eso destruye cualquier posibilidad de convivencia pacífica. Las comunidades se desintegran cuando la autoridad se vuelve una amenaza o un actor irrelevante frente al dominio violento de quienes nunca deberían tener poder. Nada destruye más rápido la esperanza que saber que tu propio gobierno se ha convertido en una jaula sin salida.
Y a pesar de ello, este país no está derrotado. Cada día, millones de mexicanas y mexicanos sostienen con valentía la idea de que el Estado debe regresar a servir, no a servirse. La ciudadanía está más informada, consciente y dispuesta a exigir cuentas. La mentira ya no alcanza para cubrir la podredumbre. El país despertó, y cuando un pueblo despierta, ni la corrupción más profunda ni el crimen más organizado pueden detener su marcha hacia un futuro más justo.
México merece un gobierno que respete a su gente, no que la utilice. Que enfrente al crimen, no que lo invite a operar. Que sane instituciones, no que las entregue. México merece un futuro donde el poder sea un instrumento de servicio, no una mercancía de intercambio con la violencia.
La responsabilidad de corregir este rumbo es enorme, pero también inaplazable. Porque un país que se resigna al narcopoder renuncia a su democracia, a su dignidad y a su esperanza. Y México, nuestro México, no está dispuesto a renunciar a ninguna de las tres.
*Presidente Nacional del PRI.
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