México en su hora más oscura
México atraviesa una de las etapas más difíciles de su historia reciente. Lo que alguna vez fue una aspiración colectiva de justicia, prosperidad y respeto a la dignidad humana, hoy parece desvanecerse entre decisiones gubernamentales que han debilitado nuestras instituciones, fracturado nuestras garantías y erosionado la confianza de un país entero. La destrucción de los derechos humanos y del Estado de derecho no es una percepción exagerada: es una realidad que se vive en las calles, en las fiscalías, en los juzgados y en los hogares donde la incertidumbre se ha vuelto rutina.
Con Morena en el poder, el país ha sido testigo de la apropiación sistemática de los derechos ciudadanos; ahora ha tocado el turno al acceso a una procuración de justicia imparcial. El despido de servidoras y servidores públicos con trayectoria, profesionalismo y autonomía, para sustituirlos por incondicionales cuya lealtad no es con la ley, sino con el poder, ha desmantelado uno de los pilares esenciales de cualquier democracia: la independencia de las instituciones. Quienes hoy ocupan puestos clave ya han demostrado su parcialidad e indolencia frente a los abusos, cerrando los ojos ante las violaciones de derechos, negando protección a las víctimas y actuando como engranajes de un aparato político que no tolera la crítica ni la disidencia.
En paralelo, la vida económica del país ha entrado en un punto crítico. La inversión —que requiere certidumbre legal, reglas claras y estabilidad institucional— ha huido ante la desaparición del Estado de derecho. ¿Qué empresa, nacional o extranjera, puede apostar por un país donde la ley es maleable y depende del capricho del gobierno? ¿Dónde los contratos son vulnerables, la regulación cambia sin diálogo y las instituciones encargadas de impartir justicia han sido colonizadas por intereses políticos? El resultado es evidente: una economía que no crece, empleos que no llegan y oportunidades que se esfuman, especialmente para los jóvenes y para las regiones más pobres del país.
La inseguridad, por su parte, se ha transformado en una sombra que cubre todo el territorio nacional. Los grupos criminales se han expandido con una libertad alarmante, ocupando espacios que el Estado ha cedido o ignorado. No hay ciudad ni comunidad que hoy pueda afirmar que está realmente a salvo. La violencia está normalizada, mientras el gobierno insiste en minimizarla, justificarla o culpar al pasado para evadir su responsabilidad presente. Las familias viven entre el miedo y la resignación, mientras la autoridad se muestra incapaz —o, peor aún, desinteresada— en responder con contundencia.
A este escenario se suman el desempleo, la pobreza y el hambre, que crecen día con día. Las y los mexicanos sienten en su mesa, en su bolsillo y en su vida cotidiana la pesada realidad de un país que dejó de construir futuro y se conforma con administrar el deterioro. La promesa de “primero los pobres” quedó en eslogan; la realidad es que hoy hay más personas sin ingresos suficientes, más niñas y niños sin acceso a una alimentación adecuada, más familias que sobreviven con incertidumbre y desesperanza.
Por todo ello, México vive su hora más oscura. No porque el pueblo haya fallado, sino porque el gobierno traicionó los principios que juró defender. Pero incluso en la oscuridad más profunda, la historia enseña que las sociedades encuentran caminos para levantarse. México lo ha hecho antes y lo hará de nuevo. Nuestra fortaleza no reside en quienes hoy detentan el poder, sino en los millones de personas que, cada día, exigen un país más justo, más libre y más digno.
La oscuridad no es eterna. La luz vuelve cuando un pueblo decide recuperarla. Y México, más temprano que tarde, habrá de hacerlo.
*Presidente Nacional del PRI.
RPO

