Columnas

Yolua, axcan, mostla

Uriel Piña Reyna

Al fondo, en el mar, en el cielo: tonatiu, el sol jurhiata se levanta y se esconde cada día y cede su trono a la luna metstli.

Desde sus esteras, los señores ven la luz y miran la oscuridad con la angustia de que las leyendas que se han transmitido de los más antiguos abuelos a los más pequeños hijos, se hagan realidad.

Abajo, la gente del pueblo, maseuali, también ha escuchado las mismas leyendas, se queja y sufre para adentro, en silencio.

En aquel hoy, se ocupaban más bien de los pueblos sometidos y de aquellos a los que no habían podido dominar. Su atención se ubicaba en los hijos de taras úpeme y en los tlaxcaltecas.

La guerra, yaoyotl era común, y “buena” en especial para los nahoas, así como mala para los pueblos vencidos. Significaba esclavitud, muerte y tributos a favor de unos y a cargo de otros.

El nacer y renacer se sucedía sin más misterio, pero en las aguas del mar, naves con personas blancas, barbadas, bridones, armas de acero y pólvora, así como cañones aparecieron.

Al descender, levantaron la espada y una tierra con dominio, fue declarada dominio de los extraños.

Avanzaron y sobre cada piedra, piedra pusieron; los dioses propios cedieron su lugar a los nuevos.

Todo cambió, jamás volvería a ser lo mismo, ni podría serlo, porque los códices, los calpulli, los huehuetlatolli fueron destruidos, casi en su totalidad.

La cruz se impuso, la lengua castellana se impuso, la forma europea del ver el mundo se impuso, sí, pero sólo en parte.

Más de 3500 meses pasaron, en los que el símbolo de Martín Cortés -con pasados de Guerreros y Aguilares- envolvió el sincretismo del castellano con el ser indígena, para dar paso al mestizo.

Sobrevino la búsqueda del quién somos, con el grito de Hidalgo “a coger gachupines” y durante el siglo XIX se buscó un gobierno propio, una ciencia propia, un arte propio, un ser mexicano.

En los oídos, otras ideas dichas por Montesquieu, por Rousseau, por Locke sonaron a libertad, igualdad y fraternidad.

Luego vino el desorden y la pretensión del orden, con Juárez, Ocampo. Sierra, Altamirano y los episodios injustos de Antonio López de Santa Anna, de Maximiliano de Habsburgo, de Porfirio, el pacificador autoritario y las intervenciones francesas y de los “gringous”.

Los campesinos, los obreros, los idealistas, hombres y mujeres, hartos de las cosas tomaron el fusil, derramaron su sangre y murieron por millones.

La paz reposó en la Constitución del 1917, con un claro sentido social: tierra, trabajo, y derechos que se proyecta hoy de manera reivindicatoria.

Hoy, los pueblos de antes de la conquista permanecen, pero las mezclas mayoritarias también.

Hoy -y mañana- lo mexicano se dice “cuate” “chocolate” “tiza” “apapachar” y de vez en cuando, también “chale” “chinga” “ajolote” y, por alguna razón: “taxi” o “tuit”.

Lo mexicano no fue, no es y no será en definitiva, siempre estará en movimiento buscándose a sí mismo, a partir de sí mismo y del universo en movimiento.

RYE

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