En el corazón de la democracia no habita sólo el acto de votar, sino el sentido profundo de la libertad. Y es esa libertad —no ritual ni automática, sino reflexiva y comprometida— la que ayer me llevó, con plena conciencia, a decidir no acudir a votar en las elecciones del Poder Judicial.
Porque la libertad política no se reduce a emitir un sufragio cada cierto tiempo. Los hombres y mujeres de hoy no nos sentimos ciudadanos libres simplemente porque el Estado nos permita elegir, cada tanto tiempo, entre opciones cerradas o procesos cuestionables. La libertad ciudadana no se encierra en una boleta ni se consume en un domingo electoral.
El ciudadano libre es aquel que se reconoce miembro pleno de una comunidad política, no mero espectador de un sistema que lo convoca de forma intermitente y, a veces, manipuladora. Participar, sí; pero desde la convicción, no desde la opción vacía, destructora.
Cuando los ciudadanos actuamos concertadamente, nuestra libertad se convierte en poder. Esa fue una de las intuiciones más lúcidas de Edmund Burke: la democracia no es el gobierno de las mayorías por sí mismo, sino el ejercicio colectivo de la voluntad libre, informada y crítica, constructiva.
La discusión pública sobre la Reforma Judicial estuvo plagada de reduccionismos, de propaganda, de urgencias más propias del cálculo que de la convicción. No se ha dado el debate profundo que exige una transformación tan seria. Y por eso elegí no legitimar con mi voto un proceso que no ha honrado el espíritu deliberativo de la democracia.
El ideal democrático no es la democracia en sí, sino lo que permite: la libertad social, como empeño colectivo por alcanzar los valores comunitarios: justicia, equidad, respeto a la dignidad de todos, división de poderes. En un contexto donde votar parece un trámite y no un acto de virtud cívica, abstenerse se vuelve una forma de protesta responsable.
Es la libertad concertada —no la imposición institucional— la que legitima al poder. No basta que nos convoquen a participar si no se nos ha permitido deliberar con honestidad, sin avasallamientos ni simulaciones.
El humanismo cívico que defiendo nos invita a otro tipo de participación: la que pone en juego la creatividad ética de los ciudadanos, la que exige que no seamos piezas de un mecanismo, sino protagonistas de un proyecto colectivo. Un proyecto donde ejercer la libertad no siempre implica decir “sí”, sino saber cuándo y por qué decir “no”.
No votar, en este caso, es un acto de libertad política, no de indiferencia. Es una forma de exigir mejores formas de participación, mejores formas de debate, mejores formas de democracia. Una que no nos use, sino que nos escuche. Sí, cuidar una democracia que nos permita reconstruir este país antes de que sea demasiado tarde.
rmr