Los sucesos de ayer, 19 de junio, en Zitácuaro deberían estremecer a cualquier ser humano con un mínimo de empatía. A plena luz del día, en distintos puntos de la ciudad estalló una jornada de violencia armada, entre presuntos grupos antagónicos, que paralizó la vida cotidiana. Niños pecho tierra bajo sus pupitres, clases suspendidas, padres y madres que corrieron por sus hijos, y la ciudad se sumió en ese silencio tenso que deja el estruendo de las armas.
Pero entre todas las escenas, hay una que nos atraviesa con particular crudeza: el interior de un automóvil Volkswagen Jetta, color rojo, acribillado por las balas. Dentro viajaban Brenda Yanet, de 25 años, y sus tres hijos: Iván Natividad (4 años), Evan Abdon (5 años) y Celeste (10 años). Fueron alcanzados por el fuego cruzado entre grupos criminales.
Brenda, herida, al ver a sus tres hijos sangrando, tomó el volante y condujo hasta el Hospital Regional de Zitácuaro. Un acto de instinto y amor en medio del terror, pero Evan murió antes de llegar al nosocomio.
En el interior del automóvil baleado, quedaron los asientos cubiertos de cristales rotos y los rastros inocentes de una rutina infantil: una mochila escolar rosa, zapatos pequeños, juguetes.
Esa imagen, ese instante —una madre manejando herida con sus hijos sangrando en el asiento trasero— debería bastar para cimbrarnos por dentro. Porque en medio de enfrentamientos entre grupos criminales, quienes están pagando el precio más alto no son los que empuñan las armas, sino quienes nunca eligieron estar ahí. Niñas, niños, mujeres. Gente de a pie. La sociedad civil, en su parte más vulnerable.
¿En qué momento nos acostumbramos a esto? ¿En qué punto dejamos de preguntarnos si nuestros propios hijos están seguros al salir a la escuela? ¿Cómo llegamos a un país donde un trayecto cualquiera puede convertirse en una sentencia? Porque lo que pasó hoy en Zitácuaro no es un caso lejano ni ajeno. Es un espejo, y lo que refleja es profundamente incómodo: mañana puede ser cualquiera. Ese auto pudo ser el nuestro.
Vivimos rodeados de cifras, de comunicados, de discursos y posicionamientos. Pero en medio de todo eso, a veces vemos algo que nos sacude: la imagen de un asiento trasero con juguetes rotos y sangre. Y entonces ya no hay manera de mirar hacia otro lado.
Lo que ocurrió en Zitácuaro no puede pasar desapercibido. No puede volverse una nota más, una imagen más que se diluye entre otras violencias. Porque cuando una madre herida intenta salvar a sus hijos bajo fuego cruzado, lo que se pone en juego ya no es la seguridad, es la dignidad misma de vivir en este territorio.
AML