Columnas

El mal nunca tendrá la última palabra

Alejandro González Cussi

A veces, pareciera que Michoacán vive en un bucle de tragedias. Se repite la escena: un hombre comprometido, un líder comunitario, un ciudadano que no se conforma con mirar desde lejos la injusticia, se atreve a alzar la voz… y la violencia intenta silenciarla. Esta vez fue Bernardo Bravo, productor de limón, líder citrícola en la región de Apatzingán, un hombre que creyó que la dignidad del campo y la justicia para los jornaleros eran causas que valían la pena. Y tenía razón.

No lo conocí, pero coincidí por casualidad con los suyos en una de las misas donde se le despedía en Morelia. Me impactó su juventud, y tanto más la profunda exigencia de justicia que emanaba de su testimonio. Pero no esa justicia que llega con venganza o castigo, sino una justicia social: la que da a cada quien lo que merece —paz, trabajo digno, seguridad, esperanza—. Tanto en el ambiente como en las pancartas había una certeza: “La paz social es la verdadera justicia”.

Estoy convencido de que el mal nunca tendrá la última palabra. No la tendrá porque hay algo en el alma humana —y, particularmente, en la de este pueblo nuestro— que se resiste a aceptar la barbarie como destino.

La historia —la universal y la michoacana— nos enseña que no puede haber paz sin justicia, pero tampoco justicia sin paz. Son dos dimensiones inseparables de un mismo anhelo: la dignidad humana. La violencia, en cambio, florece donde la injusticia echa raíces: en el abuso, en la indiferencia, en el olvido de los que más trabajan y menos ganan.

Me da la impresión de que Bernardo lo sabía. Por eso su lucha no era solo por precios justos o contra la extorsión, sino por un modelo de convivencia más justo, donde el esfuerzo honesto fuera más fuerte que el miedo. Y, cuando alguien se atreve a reclamar eso, no lo hace solo por su gremio: lo hace por todos.

No podemos resignarnos a que la violencia defina el futuro del campo, de nuestras comunidades, de Michoacán, de México. La paz no es una utopía ingenua, sino una construcción colectiva. Requiere instituciones justas —y hoy, valientes y decididas—, pero también ciudadanos comprometidos. Se edifica en la vida cotidiana y personal, en las calles, en las escuelas y en las plazas; en el trato digno, en el respeto, en la ética y en la empatía.

La justicia, cuando se vive desde el poder, se llama derecho; pero, cuando se vive desde el corazón, se llama paz. Y esa paz no es silencio ni conformismo: es la fuerza que transforma el miedo en esperanza, el dolor en acción… en memoria viva.

La vida de Bernardo Bravo —y la de muchos otros en nuestro país— interpela, pues representa la valentía de exigir justicia sin violencia y de creer que el propio entorno puede ser fuente de paz, no de guerra.

El reto que nos deja es enorme, pues se convierte en un llamado a reconstruir lo que nos une, a entender que todos tenemos la responsabilidad de generar paz en nuestro propio ambiente. No habrá paz mientras la injusticia siga siendo rentable, pero tampoco habrá justicia mientras no apostemos por la reconciliación, empezando por nosotros mismos.

Porque, al final, la paz social es la verdadera justicia. Y, aunque los violentos pretendan escribir el último capítulo, la historia de este pueblo enseña que siempre habrá alguien dispuesto a escribir el siguiente.

El mal nunca tendrá la última palabra.

rmr

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