Columnas

Cuando la ley ya no basta

Alejandro González Cussi

"Un Estado sin justicia sería una banda de ladrones." – Agustín de Hipona.

Muy atrás queda la noción clásica del derecho como aquello que otorga cohesión y paz a una sociedad. Podemos tener todas las leyes escritas, reglamentos aprobados y códigos publicados… y, aun así, vivir en una sociedad rota, como hoy tristemente lo constatamos en nuestro país. Doy por sentado que en México vivimos muy lejos del tan anhelado y manoseado “Estado de derecho”, que presupone la vigencia y aplicación —en la vida real— de ese cúmulo de normas con miras a una realidad más justa. Porque la letra de la ley puede regular conductas, señalar prohibiciones y sanciones, pero no alcanza para construir comunidad.

La libertad necesita de un orden común para sostenerse. Las libertades no son enemigas entre sí: colaboran, se potencian, se protegen unas a otras… siempre que compartan una medida justa y objetiva. Si la única medida de nuestras acciones es la ley positiva, entendida solo como la voluntad circunstancial de una mayoría con criterio de grupo en el poder, entonces lo que construyamos siempre estará expuesto a la fragilidad de lo impuesto desde fuera. Y lo impuesto, por definición, no enraíza en lo profundo del ciudadano: podrá regular conductas, pero difícilmente construirá felicidad o generará paz social.

He aquí la paradoja de nuestro tiempo. Por un lado, tenemos un marco legal vigente, con muchas reglas, pero, por otro, vivimos un relativismo moral que ha ido vaciando de contenido a esas mismas normas. La ley deja de ser referente y se convierte en objeto de sospecha, disputa o interpretación caprichosa. Lo que ayer era incuestionable, hoy es opinable. Lo que parecía bien, hoy se discute como mal. Y así, el derecho pierde su fuerza integradora. Hoy, la pregunta de fondo —y que tiene que ver con la justificación original de la norma— es: ¿qué nos une más allá de la ley? ¿Qué convicciones compartimos que hagan posible confiar en el otro y sentirnos parte de algo común? ¿Cómo sostener una cultura de la legalidad en medio de este relativismo?

Estas son las cuestiones de fondo que deberían estarse abordando desde la práctica política de nuestro país. Al final del día, la política es algo más que una técnica destinada solo a definir el ordenamiento público —su origen y finalidad residen principalmente en la justicia—, y por tanto tiene una naturaleza ética.

No basta con apelar a la obediencia ciega ni con endurecer castigos. El gran reto es recuperar el consenso básico sobre lo justo, lo bueno, lo verdadero. Una comunidad política solo florece cuando existe un mínimo acuerdo sobre aquello que debe ser protegido y valorado. Sin ese sustrato moral compartido, la ley se vuelve letra muerta, un conjunto de reglas que nadie siente propias… y un Estado que abandona la definición del derecho a las fluctuaciones de la mayoría corre el grave peligro de convertirse —como lo sentenció Agustín de Hipona— en una verdadera banda de ladrones.

La pregunta que queda abierta es incómoda pero necesaria: ¿seguiremos confiando en que la mera ley civil nos dé cohesión, o tendremos el coraje de reconstruir los acuerdos morales que hagan de nuestra libertad un bien común?

rmr

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