Interior del Templo de San Agustín
Interior del Templo de San AgustínArturo Vázquez

La Mano Negra: una enigmática leyenda moreliana

Considerado como el segundo complejo arquitectónico de carácter religioso más antiguo de la ciudad, San Agustín encierra en su historia una de las leyendas más conocidas de Morelia
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Templo y ex convento de San Agustín
Templo y ex convento de San AgustínArturo Vázquez

Morelia, Michoacán (MiMorelia.com).- Las viejas historias de la antigua Valladolid cuentan que, durante la etapa terminante de un efímero invierno, un famoso padre realizó una visita al Convento de Santa María de Gracia de San Agustín.

Aunque su verdadero nombre se ha perdido en el tiempo, el Padre Morocho era una verdadera celebridad en la vasta jurisdicción eclesiástica de los agustinos, distinguiéndose principalmente por sus virtudes y su fe inquebrantable.

Sin embargo, una de sus verdaderas pasiones era la pintura y sus cuadros de gran mérito artístico adornaban todos los conventos de la provincia. Además, era un teólogo y canonista de gran memoria y aguda inteligencia.

A pesar de su vasto conocimiento, pasaba muchas horas estudiando en su celda o en las bibliotecas de los conventos que visitaba. La biblioteca del Convento de los agustinos, próxima a la sala capitular, era un salón abovedado rodeado de una estantería olorosa a cedro que contenía cerca de diez mil volúmenes sobre todos los ramos del saber humano y manuscritos sobre los antiguos pueblos indígenas de Michoacán.

Templo de San Agustín de Mariano de Jesús Torres
Templo de San Agustín de Mariano de Jesús TorresMuseo Regional Michoacano

Una noche, el Padre Morocho estaba estudiando en la biblioteca del Convento agustino. El silencio reinaba aquel recinto donde el hombre del presente establa enigmáticas pláticas con los hombres del pasado. De repente, notó un ruido extraño a su lado. Volvió el rostro y vio surgir entre la penumbra una demoniaca mano negra cuyo brazo se perdía en las tinieblas. La mano tomó entre sus dedos la llama de la vela y la apagó, quedando humeante la pavera.

Con una increíble tranquilidad, el Padre, con una voz firme y autoritaria, le dijo al diablejo:

“Encienda usted la vela, caballero”.

En aquel momento se oyó el golpe del eslabón sobre el pedernal para encender la yesca y ardió la pajuela exhalando el penetrante olor del azufre, dejándose ver una más la demoniaca mano negra.

“Ahora para evitar travesuras peores, con una mano me tiene usted en alto la vela para seguir leyendo y con la otra me hace sombra a guisa de velador, a fin de que no me lastime la luz”, dijo el Padre Morocho.

Así trascurrió la noche, el sabio de cabeza encanecida por los años, la experiencia, los estudios y las vigilias inclinado sobre sus manuscritos. A su lado, dos manos negras cuyos brazos eran invisibles, una deteniendo la vela y la otra velando por la flama.

La madrugada entró con luz tenue a través de los ojos de buey de la biblioteca marcando el comienzo de un nuevo día. Entonces, como ya no era necesaria la luz de vela, exclamó el Padre Morocho:

“Pues bueno, apague usted la vela y retírese, si es necesario de nuevo sus servicios, yo lo llamaré”.

Entre tanto el Padre bostezaba, se oyó un ruido sordo de alas que hendían el aire frío y húmedo de un nuevo amanecer.

Interior del Templo de San Agustín
Interior del Templo de San AgustínArturo Vázquez

A pesar de todo, el Padre Morocho se quedó en el Convento agustino de Santa María de Gracia a descansar por algunos días más. Desde la celda donde vivía se contemplaban las azoteas de aquel barrio, la loma de Santa María y el Cerro Azul de las Ánimas, sirviendo de fondo para el hermoso paisaje vallisoletano.

El Padre Morocho quiso pintar los juegos de luces de aquel paisaje, se sentaba frente al caballete con una paleta en la mano izquierda y su pincel con la derecha y cuando menos lo esperaba, aquella mano negra le presentaba los colores y pinceles desde las sombras.

Una noche, en vísperas de su partida, el Padre vio nuevamente a la mano negra, apuntando fijamente un lugar en concreto de la celda donde dormía. Él no hizo caso, porque no ambicionaba la riqueza, ni tesoros. Cerró los ojos y se durmió.

Se dice que antes de su partida, el Padre Morocho registró en manuscritos su peculiar experiencia y muchos años después, un hombre, que habitaba la misma celda y de un modo quizá “casual”, o más bien leyendo las notas del Padre; halló un tesoro en el mismo lugar apuntado por la mano negra.

Relato inspirado en la obra de Francisco de Paula León.

AVS

Templo y Mercado de San Agustín
Templo y Mercado de San AgustínArturo Vázquez

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