Morelia, Michoacán (MiMorelia.com).- La calle del Duende, actualmente conocida como calle de Fray Alonso de la Veracruz, ha sido desde siempre un callejón solitario, según cuentan los abuelos más ancianos. Esta calle, que se extiende de norte a sur, conecta la Avenida Madero con la calle Fray Bartolomé de las Casas. En su esquina norte se encuentra la Primera Iglesia Bautista y, al fondo, parte de la hermosa fachada del antiguo Colegio Teresiano de Santa María de Guadalupe. En uno de sus lados se ubica la casa donde vivió el historiador Jesús Romero Flores, y en el sur, un estacionamiento ocupa el lugar que antes era la huerta del exconvento de San Francisco.
Aunque no hay casas destacadas por su antigüedad o arquitectura, ya que han sido renovadas con el tiempo, se dice que existió una casa con barandales de hierro forjado, perillas de bronce, un llamador en forma de mascarón y su fachada estaba coronada por una cornisa con almenas, lo que sugiere que su dueño original era un hidalgo de la vieja Valladolid.
El propietario o arrendatario de esta casa, según las crónicas, era un hombre bajo, de menos de una vara y media de estatura, con calvicie prematura a pesar de no haber llegado a los cincuenta años. Tenía ojos pequeños y azules, y a veces usaba gafas verdes sobre una nariz aguileña. Siempre vestía una capa española y un sombrero de copa alta. Prestaba dinero y cobraba puntualmente. No se le conocía otro oficio más que estar parado en la puerta de su casa o pasearse por el callejón, mirando curioso a quienes entraban y salían. Se llamaba don Regino de la Cueva.
Aparte de la esposa de don Regino, una señora entrada en años y con un estilo de vestir que la hacía parecer una muñeca de chaquira, tenía una hija tan bella como una estrella. La joven Gracia de la Cueva tenía ojos grandes y azules como el cielo, una boca pequeña y roja como una granada fresca, manos pequeñas con dedos alargados y pies diminutos y arqueados. Su belleza era iluminada por su cabellera rizada y abundante, y su nombre era tan hermoso como ella misma. Gracia prefería vestir con colores suaves y delicados, como el blanco de la azucena y el rosa de castilla, y le gustaba bordar en blanco telas de lino y otros tejidos para crear percheras de camisa para su padre. También bordaba con sedas de colores y telas finas para crear paños de tapiz con flores, pájaros y mariposas para decorar su casa. Además, cultivaba claveles, jazmines, rosales y campánulas que alegraban el callejón. Su vida religiosa era discreta y consistía en asistir a las prácticas piadosas en el templo conventual cercano a su hogar, donde las monjas catarinas cantaban el Miserere en la velación del Santo Entierro.
La juventud de Valladolid no dejaba de rondar la casa de la familia De la Cueva, a pesar de la vigilancia constante de su padre, quien cuidadosamente ahuyentaba a los admiradores de su hija. Sin embargo, un joven llamado Antonio de la Riva destacaba entre todos por su apostura, seriedad e hidalguía, y especialmente por su riqueza, lo que hacía que don Regino lo considerara un pretendiente atractivo para su hija. A pesar de su seriedad, Antonio seguía la tradición de los enamorados y le cantaba serenatas a Gracia bajo la luz de la luna. Mientras tanto, don Regino, cauteloso y avaro, alejaba a los demás pretendientes de la zona.
Antonio, correspondido y seguro de su amor por Gracia, preparaba cuidadosamente las esplendidas donas para su matrimonio, seleccionando las telas y porcelanas más finas que se podían encontrar en Nueva España. En una radiante mañana de primavera, el embriagador aroma de las flores acompañaba una elegante procesión de damas y caballeros de Valladolid, encabezada por don Regino y su hija Gracia, vestida con un traje nuevo y escoltada por niñas ataviadas de pajecillos. El novio, Antonio de la Riva, esperaba junto a los sacerdotes revestidos de capas pluviales. Al llegar a la iglesia conventual, el órgano entonó una marcha triunfal y, al recibir la bendición nupcial, las voces melodiosas de las monjas y el humo del incienso llenaron el ambiente de felicidad. Sin embargo, no todos compartían la alegría: los pretendientes rechazados, que habían asistido a la ceremonia por curiosidad, se retiraron maldiciendo a don Regino, al que apodaron "El Duende" por su tacañería y por haber guardado a Gracia como un tesoro preciado en su hogar. Desde entonces, el apodo se convirtió en una leyenda asociada a la callejuela, y pasó a formar parte del repertorio de historias de Morelia.
Relato inspirado en la obra: "Leyendas de la muy noble y leal ciudad de Valladolid hoy Morelia" de Francisco de Paula León.
AVS