Una presencia divina en la historia de México
Es sublime la historia de México, no ignoremos personas y acontecimientos como las apariciones de la Virgen de Guadalupe.
Está cerca el 12 de diciembre.
Panorámica de acontecimientos
No podemos distraernos en banalidades, en ruidosos teatros como los desfiles de Coca-Cola y el Mundial como un espectáculo insostenible, con una selección de fútbol en estado lamentable que va a decepcionar, como sucedió en el campeonato mundial de Dubái.
Otro espectáculo lo presenta la clase política con sus persecuciones para ajuste de cuentas: a los que tienen el poder no se les molesta por escandalosos casos de corrupción y de alianzas secretas de colaboración con el crimen organizado. Ahí está el caso de Adán Augusto. Los casos abundan en el estado de Tabasco y en todas partes del territorio mexicano.
Los crímenes del narco, con apoyos del poder, cubren todo el territorio nacional, estados como Guanajuato, pueblos remotos, como Michoacán, donde cimbra la opinión pública un acto inédito, un crimen de terrorismo, la explosión de un coche bomba que deja por el momento seis muertos y consternación y preocupación en Coahuayana, Michoacán, estado desangrado, tan desprotegido.
El TLC es un instrumento de comercio y riqueza en la competencia despiadada y sin reglas justas del mercado mundial. Estamos en un bloque de primerísimo orden, rodeando con Canadá la potencia económica más grande del planeta.
Estamos preocupados y nos sentimos inciertos por la sombra enorme y poderosa, con tintes diabólicos, de un presidente que gobierna enajenado e impredecible, capaz de masacrar a las personas, como los lancheros en aguas del Caribe y del Pacífico.
En este mundo terrible, que vive sin Dios y busca sobre todo el dinero, la producción industrial de bienes de consumo y de confort, de aparición mágica y desbordada de inventos de una vida sin carencias, sin dolor, de promesas de placer y felicidad sin límite, aparece en una nube de gloria la figura divina e inesperada, el portento más grande que sorprende todas las expectativas, en la concepción y el lenguaje, la fe y las artes de lo humano y lo divino, una figura prodigiosa, envuelta al mismo tiempo de la belleza sublime y sobrenatural con la sencillez y ternura que sorprende, conmueve a los indígenas.
Es el encuentro de la pobreza, la sencillez y el dolor de dos pueblos formidables: el de sabios y conquistadores, buscadores de nuevos mandos y riqueza, los españoles, y el de los sabios y humildes, abiertos a la prodigiosa riqueza y encanto de la naturaleza y capaces de subir hasta el treceavo cielo de los náhuatls, a las expresiones sublimes e insospechadas del canto y de las flores de los indígenas, representados por Juan Diego.
La luz de lo alto
Tenemos ante nosotros una visión terrible, apocalíptica. Es una persona que no muestra sentimientos humanos ni respeto a los valores universales y a los grandes principios que norman a todas las naciones y a las personas. Hace pensar inmediatamente, por sus aires de grandeza y amenazas sin ponderación, sin misericordia y sin respeto alguno, en aquel monstruo de principios del cristianismo que amenazaba con triturar y derramar la sangre de los cristianos de la Iglesia primitiva, abominable, sanguinaria y terrible bestia del Apocalipsis.
Es caprichoso y enajenado, buscando la grandeza de los gringos, perverso, necio e inmoral, que no gobierna por principios, por la justicia, el derecho y la ley, sino por su capricho y ocurrencias, que ha mostrado que no valen nada para él la persona humana, los grandes valores como la justicia ni la ley. Ha participado en hechos inmorales y escandalosos de prostitución de mujeres y de niños.
Ha destruido la tranquilidad, la vida digna de personas y familias de los migrantes, indocumentados o no.
No podemos olvidar que tenemos una figura más grande, y maravillosa y divina, una figura maternal, con el poder divino de hacer un mundo nuevo, como sucedió cuando nacía el México mestizo, del polvo de la civilización mesoamericana derrumba toda prepotencia de los conquistadores, de la sangre derramada de tantos luchadores de la patria, de la postración de poblaciones aplastadas que suplicaban: “déjenos morir”.
La Virgen de Guadalupe desciende al paisaje y a la cultura de los pueblos mesoamericanos, representados de manera sublime por la riqueza personal extraordinaria de un indígena que la acoge con grandeza y sencillez sublimes: el indígena Juan Diego, recién convertido al catolicismo.
El encuentro y el diálogo son de una belleza divina y de una calidad humana sobrenatural.
Por el espacio limitado de esta corporación, vamos a lo esencial:
Después de la presentación en el lenguaje global del esplendoroso paisaje y de la comunicación y valores filosóficos y divinos de los indígenas, la Virgen de Guadalupe se presenta en términos profundos, ricos, en la fe y cultura indígena y en la tradición de la experiencia cristiana de la España occidental.
La situación del pueblo indígena es desastrosa, se sienten destrozados en la derrota, la destrucción de su mundo cultural, de sus templos y palacios, en la muerte de sus sacerdotes y jefes. Hay una revelación divina que penetra y es entendida en lo más hondo de la experiencia y del corazón.
A Juan Diego, hundido en el dolor y la tristeza del pueblo indígena y confrontado a la muerte de su tío Juan Bernardino, la Virgen consuela con el poder divino de su palabra y la ternura maternal conmovedora, que llena de paz:
“Sábelo, ten por cierto, hijo mío el más pequeño, que yo soy la siempre Virgen Santa María, madre del verdadero Dios por quien se vive… del dueño de la cercanía y de la inmediación. El dueño del cielo, el dueño de la tierra…” (Nican Mopohua, n. 46).
Ante la muerte cercana de su tío, lo consuela con la sabiduría y el poder divino:
“Escucha, ponlo en tu corazón, hijo mío el más pequeño, que no es nada lo que te espanta, lo que te aflige: que no se perturbe tu corazón, no temas esta enfermedad ni ninguna otra enfermedad ni cosa que te hiera o que te aflija. ¿No estoy aquí yo que soy tu madre?, ¿no estás bajo mi sombra y resguardo?, ¿no soy yo la fuente de tu alegría?, ¿no estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos?, ¿tienes necesidad de alguna otra cosa?Que ninguna otra cosa te aflija, te perturbe. Que no te apriete con pena la enfermedad de tu tío, porque de ella no morirá ahora. Ten por cierto que ya está bueno” (Nican Mopohua, 116).
rmr

