Sueños fantásticos. Aura, Carlos y yo
“«corazón»… «masaje»… «inútil»... ya no sabrás… te traje adentro y moriré contigo… los tres… moriremos… Tú… mueres… has muerto… moriré…”
La muerte de Artemio Cruz, Carlos Fuentes.
En días pasados, el 11 de noviembre, fue el aniversario del natalicio de Carlos Fuentes, uno de los escritores más importantes de la literatura mexicana, y mi favorito. Emprendí su relectura. Pero también recordé la historia que me ata a él desde hace tres lustros. Conocí la literatura de Fuentes cuando estaba en la preparatoria (esa hermosa, pequeña y acogedora escuelita que está en insurgentes norte, tan cerca de la Villa de Guadalupe, de la que seguramente hablaré en alguna ocasión posterior). Tenía unos 16 o 17 años, y me encargaron leer la emblemática obra Aura. Pronto fui al Gandhi que está enfrente de la Alameda central, donde lo compré y comencé a leer sus páginas. Su lectura me impactó, es más, me atrevería a decir, me marcó para siempre.
Mis lecturas hasta entonces no pasaban de algunos autores de menor renombre, y quizás por ello me marcó tanto leer esa novela corta, o nouvelle como le llamaba el propio Carlos (así, como le llamo amistosa, fraternalmente). Y la experiencia había sido tan intensa que, al llegar a la frase “la haré regresar…” no pude contener el impulso de volver al inicio; “Lees ese anuncio”. Creo que la segunda lectura me entusiasmó aún más. Vuelvo a repetir que para entonces era un muchacho relativamente joven (más que ahora, por supuesto), y quizás por ello me fueron tan sorprendentes esas poco más de 70 páginas que contenía la edición Era de dicha novela.
Mucho tiempo me quedé un tanto estrujado por lo que acababa de leer, y grata, gratísima fue mi sorpresa al enterarme que en 2008 Fuentes recibiría un homenaje nacional debido a sus 80 años de vida. Aunque me fue imposible asistir a la ceremonia que se realizó en la Sala Nezahualcóyotl, sí pude ir a la que llevaron a cabo en el Aula Magna (“fray Alonso de la Vera Cruz”) de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (era, lo supe pronto, una señal divina, pues muy poco tiempo después esa fue la facultad que elegí para aprender el oficio de historiar). Así, me encontré ante oportunidad de estar en presencia de mi futuro escritor favorito, incluso desconociendo su rostro. Sí, resulta que ni en foto había visto al autor de esa obra que me había impactado tanto.
Poca memoria tengo de lo que trató la charla en su honor de ese día (pues una de las condiciones para la realización de ella era que el festejado no subiría al presídium y que no se hablaría directamente de él, sino de la literatura latinoamericana), pero sí guardo el recuerdo de ese Goya que se gritó como el más universitario homenaje a un hijo de la UNAM. No sobra recordar que, también, Filosofía y Letras había sido la facultad de Carlos.
A partir de entonces, me dediqué a leer sus obras más reconocidas. En mucho sirvió el panorama general que mi amigo Enrique me dio una tarde en esa misma y muy amada por ambos prepa 9. Sabiendo mi vocación histórica, no dudó ni un momento en sugerir como siguiente lectura La muerte de Artemio Cruz, publicada en el mismo año que Aura (1962). Otra revelación. Poco después seguí con la parte que más me ha agradado siempre de Fuentes, que son sus cuentos, “cuentos fuentásticos” oí que alguna vez les nombraban. Fue así que llegué a “Chaac Mool”, sin duda la segunda mejor expresión de ese realismo fantástico, para luego seguir con el resto de los textos que formaban Los días enmascarados, primera publicación que se conoce de Carlos, del ya muy lejano 1954. Un lugar especial tiene la breve fábula “El que inventó la pólvora”, en donde hay una dura crítica a la cultura material capitalista, y cómo ella llevaría (en el momento en que todo se volviera desechable) a un retorno a la vida en las cavernas, muy similar a la trama latente de El ángel exterminador, que filmó en 1962 Luis Buñuel (gran amigo y consorte de ficción de Fuentes).
Siguieron algunos cuentos más, sobre todo La frontera de cristal, para luego decidirme a entrarle al fin a su obra capital: La región más transparente. El principio fue errático, pues se dio en el momento justo de mi ingreso a la licenciatura, lo cual significó un cambio rotundo, ya que las lecturas se volvieron inacabables y el tiempo pareciera que se redujo a la mitad (bien dicen que el tiempo es relativo). Por ello tuve que hacer un alto en las lecturas personales, para darle prioridad a las obligaciones escolares.
Sin embargo, en abril de 2011 Fuentes aceptó dar una firma de autógrafos y libros en la Librería Gandhi (esa misma librería donde compré mi primer libro de Carlos) pero en la sucursal de Miguel Ángel de Quevedo. Y yo, presto con todos los libros que tenía por entonces (cerca de 20), asistí a mis clases regulares en Ciudad Universitaria y de ahí caminé hasta la sucursal donde conocería de manera más cercana al autor de los libros que tanto apreciaba ya. Una espera de cerca de 4 horas (no por su impuntualidad, sino por la mía) fue una cuota sumamente baja considerando que ese día pude acercarme al escritor, intercambiar palabras sobre lo mucho que me gustaban Aura, Artemio Cruz y Gringo Viejo (el último, libro favorito del propio autor), tomarme algunas fotos y ser desairado al momento de querer estrechar su mano. Por supuesto, no se trató de una descortesía de su parte, sino de una desafortunada (para mí) coincidencia. Pues cuando acabó de firmarme el último libro, apareció por detrás de él su viejo amigo Vicente Rojo (sí, el dibujante de la portada original de la Editorial Sudamericana de Cien años de soledad). Un incidente poco fortuito, pero que sin duda jamás olvidaré. Ese día, hasta el Canal 22 me entrevistó, atraídos por la gran maleta de libros que llevaba a garabatear.
Ése fue el detonante para que comenzara una segunda etapa de frenesí fuentástico, que me lanzó directamente a devorar ahora sí La región más transparente, y a buscar por todos los medios completar mi colección de obras de este mismo autor, esperando algún día verlo de nuevo, llevarle el resto de libros para que los firmara y estrechar su mano en esta ocasión. Sin embargo, del mismo modo que una dolencia estomacal arrancó lentamente la vida a Artemio Cruz, también se trató de un malestar gástrico el que la madrugada del 15 de mayo de 2012 detuvo el pulso que sostuvo esa prolífica pluma durante tantos libros. Moría Carlos Fuentes, pero no su literatura. Se iba la materia, y se cancelaban los libros proyectados para acompletar “La edad del tiempo”, nombre con el que él mismo denominó su obra narrativa, sin embargo, quedaron tantos años y tantas páginas, muchas de ellas tan sobrias y lúcidas (aunque otras no lo fueran tanto), que están aún dispuestas para que se sigan leyendo y releyendo y releyendo.
“Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más […] Tú releerás. Se solicita historiador joven”. Sabía que ese llamado era para mí. Y es por eso que cada vez que retomo la lectura de ésa, mi obra literaria favorita, no puedo sino encontrarle un poco más significado a su contenido, y hallar siempre una fascinación y entusiasmo nuevo. La lectura de las obras que aún no ojeo quizás la esté postergando, pues quizás ese día (solo quizás) caeré en conciencia de que realmente Carlos ha muerto. Pero yo me digo a mí mismo, le digo a ese historiador joven, “lo haremos regresar…”.