Se le cayeron los calzones al cura Hidalgo

Se le cayeron los calzones al cura Hidalgo

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“La lengua guarda el pescuezo”, escribió el cura don Miguel Hidalgo y Costilla en su celda de Chihuahua, el 29 de julio de 1811, horas antes de salir hacia su último suplicio. Ya había pasado lo peor, la degradación sacerdotal, durante la cual habían raspado sus yemas y frente, y así no estar ya tocadas por Dios para poder consagrar a sus hijos. Todas las leyes le habían juzgado; la eclesial y la inquisitorial, de manera unida, y la política. Fue el virrey, Francisco Xavier Venegas, el que le había destinado a morir por mano de sus delegados norteños.

Dicen que se retractó de todo lo hecho, sólo en esos últimos momentos. Habría dicho “¡ay de mí! que no puedo expirar hablando y desengañando al mundo mismo de los errores que cometí”. Sin embargo, es difícil creer que Hidalgo cambiara tanto de opinión respecto a lo que había hecho (como sí hizo Morelos, al develar a las autoridades virreinales informaciones sobre la insurrección, a finales de 1815).

Cierto que se había hecho nombrar Alteza Serenísima en Guadalajara, y que se le había llevado preso con rumbo hacia el Norte, amenazado de muerte si escapaba, pero quien había sido tan alegre, tan jubiloso, tan criticado por sus pasiones mundanas, estaba frente al mayor desafío de su fe: la sentencia a muerte. Su momento de encuentro con Dios había llegado, y por ello pedía en la supuestamente apócrifa Retractación “que mi muerte ceda en gloria de Dios y de su justicia”.

Sus días en San Felipe, en Dolores, en Querétaro, en Guanajuato, en Valladolid, en Aculco, en Calderón, en las norias de Baján, en Chihuahua, serían recordados y ofrecidos al Señor, quizás en disculpa o quizás en ofrenda, ¿cómo saberlo? ¿Cómo saber si realmente murió con la convicción de la justicia de su causa, o si por el contrario tuvo un arrepentimiento real? ¿Si, acaso, pensó en independencia? Da lo mismo, pues desde aquel 16 de septiembre ya había herido de muerte al virreinato, y echado su propia suerte.

Alcanzaría a ofrendar una plegaria y un agradecimiento a los que le habían socorrido en sus últimas horas. Primero a su celador:

Ortega, tu crianza fina,

tu índole y estilo amable,

siempre te harán apreciable

aun con gente peregrina.

Tiene protección divina,

la piedad que has ejercido, con un pobre desvalido

que mañana va a morir,

y no puede retribuir

ningún favor recibido.

En octosílabos, se despedía de una manera modesta y humilde, lo mismo con el alcaide:

Melchor, tu buen corazón

ha aduanado con pericia

lo que pide la justicia

y exige la compasión;

das consuelo al desvalido

en cuanto te es permitido,

partes el postre con él

y agradecido Miguel

te da las gracias rendido.

Rendido, yacería desde las siete y media de la mañana del 30 de julio, una vez que se había ejecutado la sentencia. Poco después, la cabeza del Zorro, tan brillante y lúcida, sería separada del resto de su humanidad, y se convertiría en motivo de escarmiento público, sería llevada para yacer durante diez años en una esquina de la alhóndiga de Granaditas, hasta que en 1821 se consiguiera la independencia de México y un soldado de las Tres Garantías ordenara descenderla.

Una pequeña jaula fue la prisión única que pudo vencer a esa inquieta mente que sería culpable del inicio del derrumbe español en México. Al cura Hidalgo se le cayeron los calzones, pero a la Corona española se le escapó de las manos su joya más preciada, este reino de las delicias, este cuerno de la abundancia, esta región más transparente del aire que hoy llamamos República Mexicana. ¡Viva el rey, muera el rey! ¡Muera el mal gobierno! ¡Viva México, muera el dominio español! Aunque hoy, como aquel 16 de septiembre, seamos perdidos todavía.

RYE

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