“Profecías que se cumplen: el nacimiento de México y el miedo a la guerra civil”

“Profecías que se cumplen: el nacimiento de México y el miedo a la guerra civil”

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En diciembre de 1823, el doctor Servando Teresa de Mier se dirigió al congreso mexicano que discutía la constitución llamando su atención sobre los peligros que encamaría adoptar el modelo federativo que tenían los Estados Unidos. Existía una diferencia clara: ellos ya eran estados separados e independientes antes de 1776, y se federaron para hacer la independencia; adoptar el mismo gobierno en México significaría separar lo que ya estaba unido.

Mier pensaba que los gobiernos debían madurar conforme se alejaban del tiempo de su dominación, pues al tiempo de romper sus cadenas, los pueblos eran apenas ignorantes y sumisos, por lo que México debía madurar de su “infancia política”, pues consideraba que era “como niños a quienes poco ha se han quitado las fajas”. A diferencia de ese pueblo infante, los congresistas, decía, esos a quienes se había elegido para llevar la lid de la nación, eran los hombres más lúcidos y sabios, listos para legislar de la mejor forma posible, e insistía, “al pueblo se le ha de conducir, no obedecer”.

Acusaba a algunos facinerosos y demagogos de esparcir la idea de federación, cuyas bases y fundamentos no conocían siquiera, y por tanto, ignoraban los riesgos de adoptarla. Seguir los designios de este pueblo sería repetir la misma conducta que se realizó cuando “el pueblo” proclamó emperador a Agustín de Iturbide, lo que según él había carecido de legitimidad por no haber más apoyo que el de un sector popular de la Ciudad de México, y sus resultados tan terribles para la nación habían sido claros. Si bien el mismo Mier había conocido y visto actuar estas teorías durante su estancia en Europa, en las primeras dos décadas del siglo XIX, él mismo reconocía haber dejado sus ideas jacobinas, pues vio que las teorías de la voluntad general eran válidas en la palabra pero inaplicables a la realidad: hacía una crítica contra Rousseau, evidentemente.

Repartir la soberanía entre los estados redituaría en los mayores problemas. La nación había conseguido su independencia y con ello se reapropió de su soberanía, la cual sería ridículo esparcir ahora. Pedía a los legisladores guardarse de obedecer a las provincias, a las que convertirían en “niños mimados”, que los coartarían para salirse con la suya. Convenía atar a las provincias, dando sólo una “soberanía parcial [y] por lo mismo ridícula”.

El pueblo también podía ser un tirano. Sería un suicidio, decía el diputado por la provincia de Nuevo León, el ceder su soberanía a cada estado, pues devendría en la desintegración de la república y por tanto en una nueva guerra civil. Cada estado podría asumirse como soberano, y bajo una interpretación ventajosa podrían excederse y sobrepasar al gobierno nacional, como había sucedido con la aplicación del bando que condenó a muerte al Libertador Iturbide en Tamaulipas. Era tiempo de acotarla, pues la ignorancia del pueblo era mucha y la amenaza de una guerra inminente.

Existía mucho desequilibrio entre los estados; unos contaban un millón y medio de habitantes, otros medio millón, unos 60 mil, y resulta elocuente que mencionara a Texas, que con sus 3 mil habitantes y la lejanía debía ser un foco de atención para el gobierno. Además, los territorios de cada uno son absolutamente disparejos, y la solución no podía ser equilibrarlos quitando terreno a unos estados despoblados o uniendo dos pequeños; ello dividiría más y la guerra estallaría. En ese escenario, “habremos menester un ejército que ande de Pilatos a Herodes para apaciguar las diferencias de las provincias, hasta que el mismo ejército nos devore según costumbre, y su general se nos convierta en emperador”. Nuevamente evocaba la negativa página que para él significó el imperio.

Además, estaba la amenaza externa. México era el siguiente objetivo de la Santa Alianza, que se había creado, recordemos, para restablecer el absolutismo europeo. Los monarcas de Austria, Rusia y Prusia se unieron, a la caída de Napoleón en 1815, y para cuando algunos países de Hispanoamérica se independizaron, dieron su apoyo a España para reconquistarlos (ya en los primeros meses de 1823 habían restituido el absolutismo de Fernando VII, servidos de los Cien mil hijos de San Luis). El miedo del doctor Mier consistía en que los conflictos internos debilitaran a la república, y por tanto esta Alianza se pudiera apoderar de ella.

El problema, creía, estaba en los artículos 5 y 6 del proyecto de constitución que se discutía, pues en ellos se declaraban a los estados de la república como “libres y soberanos”. Pedía que se obrara con responsabilidad y se creara un gobierno fuerte. La organización del gobierno mexicano debía ser, en su opinión, “muy compacta, por ser así más análoga a nuestra educación y costumbres, y más oportuna para la guerra que nos amaga”. De lo contrario, se dirigirían directamente a lo que estaba ocurriendo con Venezuela, Cartagena y Cundinamarca (en la Gran Colombia), o con Buenos Aires y Montevideo (que habían tenido gobiernos federados, pero luego tuvieron que desintegrarse).

No era su objetivo crear una república central, “no. Yo siempre he estado por la federación, pero una federación razonable y moderada, una federación conveniente a nuestra poca ilustración y a las circunstancias de una guerra inminente”. Y concluía diciendo que de adoptarse esa soberanía fragmentada, desde ahora lavaba sus manos por todos los males que lloverían sobre el Anáhuac, y además preveía “la división, las emulaciones, el desorden, la ruina y el trastorno de nuestra tierra hasta sus cimientos”. “¡Dios mío salva a mi patria!”, concluía rogando Mier en esta intervención que sería conocida como el discurso de las profecías.

Se observan claramente dos preocupaciones en el discurso del padre Mier, que surgían a partir de los tiempos que vivía el país: la formación del gobierno de que tendería a la desintegración y a la división interna, y la defensa de la independencia. Las bases sobre las que descansaba la gestación de la nueva nación, lo sabía, eran endebles, y en cualquier momento todo podría llevárselo el diablo. Ya la experiencia del Imperio había mostrado la poca cohesión que había respecto a las opiniones sobre el camino que debía tomar el país, y como sabemos ese conflicto no sería resuelto en las décadas posteriores, cuando México se vio envuelto en sucesivos conflictos armados, guerras e intervenciones.

Hoy resulta muy útil señalar que Mier no vaticinó el futuro ni pronunció profecía alguna, sino que conoció bien su tiempo y pudo saber lo que un pueblo dividido y las amenazas externas podrían detonar pasados los años. Para su mala fortuna, tuvo razón.

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