¡No al diálogo con delincuentes!

¡No al diálogo con delincuentes!

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La historia de Michoacán muestra las heridas profundas que ha dejado la aplicación de modelos de justicia transicional superficiales. Prácticamente no quedó pueblo alguno sin huellas de desaparecidos ni balaceras durante este siglo. A esta tierra lacerada, en 2014, el gobierno federal envió a Alfredo Castillo Cervantes, el hombre que se suponía iba a pacificar el estado. Llegó investido de Comisionado para la Seguridad y el Desarrollo Integral. Se fue dejando un estado peor y más roto.

Castillo llegó con la misión de desactivar a las autodefensas y devolver el poder al Estado. Lo que hizo, sin embargo, fue otra cosa. En lugar de restablecer el Estado de derecho, optó por dialogar, pactar y hasta legitimar a actores criminales. Creó la Fuerza Rural, una policía integrada, en buena parte, por antiguos criminales o líderes de autodefensas con relaciones turbias. Uniformó a hombres que hasta hacía poco habían empuñado armas contra cárteles enemigos. El Estado, que debería representar la ley, se convirtió en el empleador oficial de quienes habían vivido al margen de ella.

En el corazón de su estrategia estuvo María Imilse Arrué Hernández, conocida como “La Cubana”. Psicóloga y sexóloga, sin experiencia en conflictos armados ni en crimen organizado, fue quien, bajo el mando de Castillo, seleccionó a los aspirantes a la Fuerza Rural. Las denuncias la acusan de haber abierto las puertas de las instituciones de seguridad a personas vinculadas con grupos criminales. Mientras en eventos públicos hablaba de comunidad y reconciliación, en los caminos de Tierra Caliente se incubaba una nueva tragedia: el crimen organizado vestido con uniforme oficial.

Castillo presumía traer justicia transicional. Pero justicia transicional no es improvisar uniformes ni inventar policías. Es un proceso profundo que exige verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. En Colombia, la justicia transicional fue el camino porque existía un conflicto político-ideológico de décadas. Las FARC tenían objetivos políticos, buscaban reformas agrarias, acceso político, justicia social. No eran únicamente narcotraficantes. En Michoacán, en cambio, los cárteles son empresas criminales, sin ideología, dedicadas a traficar drogas, armas, personas y miedo. Pretender aplicar el modelo colombiano fue ignorar que aquí no había guerrilla, sino mercado negro.

Dialogar con criminales es una tentación constante en escenarios de violencia. Pero sentarse a negociar sin reglas claras es siempre el principio de la impunidad. Castillo, en los hechos, concedió legitimidad a estructuras criminales, reconociéndolas como interlocutores válidos. El mensaje fue devastador: si portas un arma y controlas territorio, puedes negociar tu futuro con el gobierno. Es la institucionalización del chantaje armado. Y, como siempre ocurre, quienes se sintieron traicionados fueron las víctimas.

Hoy sabemos que muchos integrantes de la Fuerza Rural volvieron a sus antiguas lealtades o fundaron nuevas células criminales. Los cárteles nunca se fueron; se camuflaron. Basta mirar lo que ocurre en Tepalcatepec. Imilse Arrué —la misma asesora de Castillo— terminó herida en el atentado donde mataron a la alcaldesa Martha Laura Mendoza. Es la prueba viva de que el crimen sigue entrelazado con la política local.

Mientras tanto, el Virrey, después de haber sido inhabilitado por las autoridades en materia de fiscalización por sus manejos turbios, bajó su perfil y se fue a Estados Unidos a vivir. Recién se está reinventando como articulista de deportes, reseñando torneos de tenis, con tal de retomar su presencia pública.

En el presente convulso, el Arzobispo de Morelia, Carlos Garfias Merlos, irrumpe en el debate con una propuesta que, aunque bien intencionada, carga enormes riesgos: la justicia transicional para el crimen organizado. Aclara que no pretende pactar con criminales, sino escuchar y ofrecerles alternativas de vida. Evoca incluso el modelo colombiano como posible espejo para México. Pero sus palabras están marcadas por contradicciones. Niega pactar, pero propone diálogo. Habla de perdón, pero guarda silencio sobre la justicia. Sugiere escuchar a criminales, sin aclarar si lo que se negocia son penas menores, amnistías o privilegios políticos. Confunde el dolor de las víctimas con la necesidad de perdonar a quienes las han desangrado.

No es casual. La Iglesia, desde su misión pastoral, cree en el poder de la conversión. Ha y hemos visto a hombres y mujeres salir de la violencia gracias a la fe. Pero en la realidad jurídica y social de Michoacán, los cárteles no son pecadores en busca de redención espiritual. Son organizaciones empresariales violentas cuyo negocio es el terror. No buscan ideales políticos ni construir un Estado paralelo por razones ideológicas. Quieren controlar mercados y territorios. Compararlos con las FARC es un error profundo.

Más grave aún, el discurso eclesiástico corre el riesgo de legitimar a estos grupos como interlocutores válidos. Hablar de justicia transicional sin un Estado sólido y en un Michoacán donde la impunidad supera el 98 % es una receta para fortalecer a los criminales. El mensaje sería demoledor: quien más sangre derrame, más poder tiene para sentarse a la mesa y obtener beneficios. Eso no es justicia. Eso es la institucionalización de la impunidad.

Las víctimas tienen derecho a algo más que escuchar “perdón”. Tienen derecho a la verdad: a saber quién ordenó las desapariciones, quién financia a los sicarios, quién lava el dinero. Tienen derecho a que los responsables sean procesados y a recibir reparación integral, no limosnas ni gestos de misericordia. La justicia transicional exige mecanismos concretos: comisiones de la verdad, investigaciones serias, desmantelamiento de redes de corrupción, garantías de no repetición. Nada de esto ha sido explicado.

Michoacán no necesita pactos improvisados ni mesas de diálogo con criminales. Necesita instituciones fuertes, procesos de verdad y justicia, depuración real de las fuerzas policiales y un compromiso inquebrantable con las víctimas. La paz no se construye a balazos ni a base de rezos. Se construye con Estado de derecho, con verdad, justicia y reparación.

Ni siquiera las buenas intenciones de la Iglesia pueden reemplazar lo esencial: que la ley prevalezca sobre la violencia. Michoacán merece mucho más que improvisaciones. Merece justicia. Y en justicia, no cabe la confusión: ni la paz ni el perdón pueden construirse sobre la tumba de la verdad.

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* El autor es abogado, activista social, defensor de derechos humanos de víctimas, diputado local y presidente del PRI en Michoacán

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