
La causa que da lugar a los tribunales electorales tiene que ver con la desconfianza generada en los ciudadanos por los políticos, partidos, instituciones electorales y gobiernos, acrisolada sobre todo a partir de la mitad del siglo XX, en México.
La esperanza reposada en los tribunales electorales es que pudieran propiciar una mayor razonabilidad de dichos actores y sus actos, porque los jueces, se consideró en su momento, juzgarían los actos de manera imparcial, independiente, autónoma y justa, con base en normas claras y precisas, para brindar también seguridad y certeza a la ciudadanía.
Así, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, como los tribunales electorales de las entidades federativas en sus respectivos órdenes, hoy tienen competencia para resolver conflictos electorales y enjuiciar la constitucionalidad-convencionalidad (concreta y difusa, en sus casos) así como la legalidad, y decidir si un acto en dicha materia se apega a la Constitución, los tratados y las leyes, con el poder eventual de anularlos e incluso prescribir conductas a las personas o instituciones responsables en el caso concreto.
En pocas palabras, la irrupción de los tribunales electorales en la arena política-electoral ha significado judicializar la política y las elecciones, con una pretensión de razonabilidad.
Sin embargo, a la par que los tribunales electorales se crearon con aquella pretensión, también se ha generado un fenómeno de captura del controlador o de politización de la justicia electoral por el controlado.
Me refiero a que los años pasados han mostrado cómo los partidos, gobernadores, presidentes de la República y legisladores -federales y locales- han logrado colocar a magistrados electorales afines a sus intereses, incluso, repartiéndose magistraturas por partidos y grupos de poder.
Como es de esperar, los magistrados electorales así elegidos, ven disminuida su imparcialidad, independencia y autonomía, porque en vía de retorno se encuentran compelidos a obsequiar los intereses de quien les ha colocado ahí, en demérito de otros actores político-electorales y de la propia justicia.
La digresión anterior no significa que siempre y en todo caso los magistrados electorales se comporten de manera irregular, sino que lo hacen en casos de interés de quien les colocó en el puesto. Un paso adelante, dos atrás.
La parcialidad selectiva con la actual actúan buena parte de los magistrados electorales es posible en términos de hecho no solo por la relación que se establece entre los magistrados con quien facilita o determina su nombramiento y por la amplia red de protección de la que gozan, sino en términos de derecho, porque existen normas -constitucionales como legales- que permiten “modular” la solución de los casos concretos con una amplia libertad, unas libertad que aprovechan para reportar beneficios a quienes les colocan.
Casos para justificar lo anterior sobran tanto en el orden federal como en el local y bastaría solo con rememorar el actuar del Tribunal Federal en la calificación de las elecciones presidenciales 2005-2006, de la cual incluso se sigue doliendo hoy día el presidente de la República.
El problema de los tribunales electorales no se puede reducir a una cuestión de las personas que llegan al encargo -por más faltos de luces, virtudes y méritos que estén las personas que ocupan las magistraturas-; el problema se debe ampliar a los vínculos de interés y a la forma “holgada” en cómo ejercen su función gracias a las normas que les disciplinan y usan.
Si lo anterior es así, como todo lo parece indicar, entonces se deben aprobar modificaciones constitucionales y legislar para que se garantice la idoneidad para acceder y ejercer el cargo de una magistratura electoral y para crear un marco jurídico óptimo que controle los abusos que de manera selectiva y convenenciera cometen los tribunales electorales.
No es posible tapar el sol con base en periodicazos, columnas o comentarios de opinión -en la mayoría tendenciosos- que lo único que hacen es tratar de ocultar el grave fenómeno de la politización de la justicia electoral que hoy se sufre, tanto en el orden federal como en el local.
Si en algún momento los tribunales electorales tuvieron una pretensión de buscar la regularidad de la política y de las elecciones, se debe recuperar la intención y actuar de forma convencida para realizarla.
No es fácil lograrlo, tal y como se ve en estos días en los diferentes medios de comunicación, pero bien vale la pena dejar un testimonio de buen gobierno creando un marco jurídico que posibilite instituciones electorales y un derecho justo en la materia.
Para aquilatar esto, expongo una confidencia que hace muchos años hizo a quien esto escribe una persona que presidió un tribunal electoral, en el sentido de que estaba arrepentida de haber aceptado ser titular de la magistratura y presidir el tribunal electoral a impulso del Ejecutivo, pues se quejaba de que no sabía qué hacer con los recursos y juicios promovidos por las elecciones, pues tenía que estar pendiente de llamadas o entrevistas con o de las personas que le colocaron para que le indicaran qué hacer en cada caso relevante y resolver conforme a los intereses de esas personas.
Ello es una muestra clara de la politización de la justicia electoral que se vive en el país y contra eso es que se debe estar y legislar, en consecuencia, para que no haya más llamadas, ni entrevistas indicativas en materia de justicia electoral.
Esa es la lucha.
RYE
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