La seguridad no tiene color
En tiempos donde todo se vuelve bando, consigna o etiqueta, la seguridad corre el riesgo de ser atrapada en la misma lógica que fractura al país. Se discute desde trincheras partidistas, se usa como arma electoral y se interpreta con el lente del “ellos contra nosotros”. Pero la seguridad, la verdadera, la que toca la vida diaria de las personas, no tiene color. Tiene nombre, rostro y urgencias humanas.
Cuando una patrulla llega tarde, no llega para un partido. Llega para una familia angustiada. Cuando una colonia se queda sin iluminación, no queda vulnerable solo la oposición o el oficialismo. Queda vulnerable la gente. Las violencias que atravesamos no preguntan por ideología y no distinguen simpatías políticas; por eso la seguridad pública, bien entendida, debería ser el último territorio neutral en un país que parece haber olvidado los puentes.
La policía municipal —esa que camina, que toca puertas, que escucha y acompaña— podría ser precisamente ese puente. No el brazo de un gobierno, sino la línea de contacto del Estado con la vida común. Cada intervención es una oportunidad de reconciliación cívica: un recordatorio de que en la calle todos somos iguales frente a la necesidad de vivir en paz.
Pero para que la seguridad recupere este carácter de espacio compartido, primero hay que liberarla de la guerra discursiva que todo lo contamina. Hay que devolverle la humanidad. Hay que hablar de policías como personas, no como símbolos de poder. Y hay que entender que, en un país que tantas veces se mira roto, la seguridad puede ser la conversación que nos regrese al centro, donde ya no hay bandos, sino vecinos, ciudadanos, comunidades que se saben interdependientes.
La seguridad no tiene color y es hoy nuestro principal desafío en común. Y quizás por eso sea uno de los pocos lugares desde donde todavía es posible imaginar un país que vuelve a reconocerse. Esa es la inmensa misión que tenemos por delante.
rmr

