La Policía como Médico de la Comunidad
Si alguien nos dijera que el trabajo de un médico se reduce a operar o recetar antibióticos, lo consideraríamos una caricatura peligrosa. Un buen médico no solo trata enfermedades: escucha, diagnostica, conoce el historial de su paciente, hace seguimiento y, sobre todo, trabaja con el paciente, no sobre él. Pues lo mismo deberíamos pensar de la policía.
La policía no está solo para arrestar. No es únicamente una fuerza reactiva. Es, o debería ser, el equivalente comunitario de un médico de cabecera: alguien que cuida, que conoce, que previene y que construye relaciones. Porque la seguridad —como la salud— no se impone, se construye con la gente.
Y así como no dejaríamos nuestra salud en manos de alguien que no conoce nuestro contexto, no deberíamos dejar nuestra seguridad en manos de una policía que desconoce a la comunidad que protege.
Esta es la esencia de la proximidad, una idea que no es una especialidad ni un programa más, sino una manera distinta de entender el quehacer policial. Proximidad no es solo cercanía física: es tejer confianza. Es mirar a los ojos. Es generar regularidad. Es presentarse una y otra vez hasta que el vecino deje de ver a un uniforme y comience a ver a una persona.
Como en la medicina, la confianza lo cambia todo. Un paciente que confía dice la verdad. Una comunidad que confía colabora. La legitimidad policial no se decreta: se gana. Y no se gana por lo que se hace, sino por cómo se hace. La forma importa: el trato, la escucha, la equidad, la empatía.
En este modelo, el líder político juega el papel del jefe de clínica: no solo asegura resultados, sino que modela el comportamiento esperado. El liderazgo en campo es determinante, pero también lo es el liderazgo político: no para controlar a la policía, sino para construir coaliciones cívicas que involucren a líderes vecinales, empresarios, iglesias, jóvenes, escuelas. La seguridad no es patrimonio de un sector: es una tarea común.
¿Y cómo sabemos si este modelo funciona? Cambiando los indicadores. Dejemos de medir solo arrestos y empecemos a medir la resolución de problemas reales: ¿se redujeron los conflictos?, ¿aumentó la percepción de seguridad?, ¿hay confianza mutua?
Esto exige otra capacitación: no solo en técnicas policiales, sino en el qué, cómo y por qué del nuevo rol. Exige policías que entiendan que su autoridad no viene de portar un arma, sino de ganarse el respeto. Exige una comunicación clara, transparente, bidireccional.
Y, sobre todo, exige una nueva sensibilidad política: la de un liderazgo que no busca imponer control, sino facilitar el diálogo, tejer redes y sostener alianzas. Porque cuando el ciudadano siente que su policía lo cuida —no que lo vigila—, entonces hemos dado el paso más importante hacia una seguridad legítima, duradera y profundamente humana.
rmr