La ciudad líquida
Vivimos en ciudades cada vez más líquidas. Ciudades donde nada permanece, nada se sostiene, nada termina de cuajar. Todo fluye, todo cambia, todo se mueve… pero muy pocas cosas se consolidan. Zygmunt Bauman describió la “modernidad líquida” para hablar de relaciones frágiles y vínculos efímeros; hoy, esa condición se siente en las calles de nuestras ciudades mexicanas.
Una ciudad líquida es aquella donde las reglas se interpretan, no se cumplen; donde los límites se difuminan; donde la convivencia se vuelve un ensayo improvisado. No es que siempre haya maldad, sino falta de estructura. Motos que aparecen de la nada, comercios informales que ocupan esquinas sin aviso, autos que se estacionan donde pueden, no donde deben. No hay orden, hay flotación. Y eso agota.
La liquidez también toca a las instituciones. Programas que cambian cada año, policías que se reinventan sin continuidad, gobiernos que reinician todo al llegar y olvidan que una ciudad necesita memoria. En lo líquido no hay raíz, y sin raíz no hay proyecto. Cada administración empieza desde cero, como si la ciudad fuese una pizarra borrable. Pero la realidad no se borra: se acumula.
Lo más delicado es la liquidez social. Vecinos que ya no se conocen, barrios donde nadie coincide, identidades que se diluyen. No es casual que la percepción de inseguridad crezca en entornos donde los vínculos se debilitan. Sin comunidad, la ciudad se vuelve un archipiélago emocional: cada quien en su isla, cada quien a la deriva.
La sensación de vivir en una ciudad líquida produce un malestar silencioso. Todo parece posible… pero nada seguro. Se vive con la intuición constante de que algo falta por amarrar, por fijar, por ordenar. Y esa incertidumbre moldea el ánimo colectivo: irritabilidad, desconfianza, pesimismo. Las ciudades también cansan cuando no ofrecen piso firme.
El reto, entonces, no es endurecer la ciudad, sino darle forma. Generar estructuras claras, reglas visibles, instituciones consistentes, presencia cotidiana, pasión por un proyecto común. Una policía cercana, un espacio público cuidado, semáforos que funcionan, banquetas transitables, una narrativa común. La solidez no es rigidez: es confiabilidad.
Quizá la tarea es ésa: transformar nuestras ciudades líquidas en ciudades habitables. Dejar de flotar y empezar a construir. Porque sin estructura, no hay comunidad; sin comunidad, no hay confianza; sin confianza, no hay auténtica ciudad.
rmr

