La casa del Libertador

La casa del Libertador

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Es comúnmente conocido que un libertador es aquel que obtuvo la independencia para un país, quizás firmando su acta de independencia (de nacimiento) y acaso siendo su primer gobernante. Lo que quizás resultaría más complicado es determinar al libertador de México… ¿Sería Miguel Hidalgo?, quien “hirió de muerte al virreinato” pero que moriría luego de medio año de dirigir la insurgencia; ¿o José María Morelos?, el que formó el primer congreso representativo de la nación, ocupando temporalmente el poder ejecutivo con el cargo de Generalísimo, pero falleciendo a mitad de la guerra; ¿o podría tratarse de Agustín de Iturbide?, antes férreo jefe realista que combatió y venció a la mayoría de jefes insurgentes, pero que en 1821 dirigió un movimiento ordenado y pacífico, llevando las Tres Garantías de independencia, religión y unión a todo el reino, además de signar la Declaración de independencia del 28 de septiembre de ese mismo año. Seguro estoy de que, salvo contadas excepciones, la respuesta general se inclinaría más por los dos primeros que por el último.

Sin embargo, a pesar de ser la opción menos probable también es la más correcta. No fue Hidalgo ni Morelos el libertador de México, pues murieron antes de conseguir la tan ansiada independencia, no obstante sus valiosos aportes a la causa. Fue, irónicamente, un antiguo azote de la insurgencia el que concluiría la guerra y lograría la suspirada emancipación. Sería Iturbide, otro vallisoletano como Morelos, quien se pondría al frente de un ejército (el Trigarante o de las Tres Garantías) y guiaría a soldados, clérigos y civiles hacia la libertad. Eso le ganó el mote de libertador en su propia época (lo mismo que el de “el Apolo”, “el Washington” o “el Moisés” mexicano), llevándolo luego a convertirse en primer gobernante del país, cuando en mayo de 1822 fue elegido emperador. Después su figura se volvería mucho más oscura y objeto de una leyenda negra muy densa, pero en su día, Iturbide fue reconocido como el Padre de la patria mexicana por sus contemporáneos, lo que no sucedió con los otros dos.

Pero eso cambió, por razones que en otro momento se explicarán. El vallisoletano habría de convertirse en villano y su memoria soterrada. No habría para él monumentos ni tampoco se usaría su nombre para llamar grandes calles o parques, o a algún estado, acaso apenas un par de municipios (uno en Guanajuato y el otro en Nuevo León). Incluso, su casa natal se convertiría en un lugar carente de un distintivo, mucho menos de un reconocimiento por ser un espacio con tal valor histórico. Por ejemplo, diré que cuando visité por primera vez la ciudad de Morelia, ni siquiera me fue posible identificar el inmueble, y tuvo que ser en posteriores visitas, y con auxilio de gente nacida ahí, que logré ubicarla.

Ninguna placa, tampoco un aviso, simplemente el ya en desuso señalamiento de una antigua nomenclatura que se observa en la Calle Valladolid (entre la catedral y la plaza de ese mismo nombre), con el apelativo “Calle de Iturbide”. Para cualquier no nacido ahí era complicado hallar tal sitio, y más complicado aún entender que al vallisoletano (el “otro” vallisoletano) no se le mencionaba sino en dicha calle mientras que a Morelos (“el” vallisoletano) se le tenían dedicados dos museos, uno por ser su casa natal y otro por haber vivido ahí en la juventud. Un 2-0 en parte inexplicable.

No es mi intención destacar a la figura del “otro hijo” en detrimento del “hijo favorito”, sino simplemente señalar algo peculiar. En la mayoría de los países latinoamericanos se tiene muy bien determinado quién es el libertador de esa nación. Y prácticamente en todas se tiene una veneración, casi fetichista, por lo que atañe a esos personajes, conservándose desde la espada, el uniforme y hasta los aposentos del sujeto en cuestión en alguna sala bien resguardada de un museo. Pero en el caso de Iturbide no. No al menos en Morelia.

Afortunadamente el año de 2021 trajo un ligero cambio en la perspectiva sobre este y otros personajes. Iturbide reemergió como un actor de nuestra historia digno de ser mencionado y reconocido, y algunos sectores morelianos se empeñaron en darle un lugar (por pequeño que fuera) a su memoria. Uno de ellos fue un particular, que organizó una jornada académica en memoria de los 200 años del desfile triunfal de Iturbide en 1821, acto que fue acompañado con la debelación de una escultura ecuestre del propio vallisoletano. Otro de ellos fue la Gerencia del Centro Histórico, que se empeñó en hacer un homenaje no solo al consumador de la independencia, sino también a su esposa, en memoria de los que fueron monarcas de México entre 1822 y 1823. Se colocaron dos placas, una en la casa natal de Iturbide, en el sitio referido, haciendo mención de que se trata del artífice de la independencia y del primer gobernador del país independiente, y otra en un espacio que la tradición moreliana señala como la residencia de la núbil Ana Huarte, a un costado del templo de Las Rosas (en el actual Museo del Estado), donde ella misma había estudiado en su niñez. Gracias a esta acción, en adelante (y hasta que no la quiten por la fuerza), nadie volverá a caminar por la calle Valladolid (antes “Calle de Iturbide”) sin al menos saber que ahí nació aquel que fue libertador de nuestro país.

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