El día que México abdicó de aplicar la ley

El día que México abdicó de aplicar la ley

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Desde hace más de medio siglo, México arrastra una herida que aún supura: el trauma del 2 de octubre de 1968. Aquel episodio marcó profundamente la relación entre el Estado y la sociedad, pero también dejó una secuela silenciosa y persistente: el miedo de las autoridades a aplicar la ley. Desde entonces, cualquier intento de ejercer la fuerza legítima del Estado se confunde con represión, y esa confusión ha paralizado la capacidad del país para garantizar el orden y la justicia.

En nombre de la libertad de expresión y del derecho a la manifestación —derechos legítimos, fundamentales y consagrados en la Constitución—, México ha terminado por abdicar de su deber más básico: hacer cumplir la ley. Hoy, la autoridad se esconde detrás de eufemismos, sofismas y excusas políticas para justificar la inacción, incluso ante violaciones flagrantes del orden público.

La marcha de la semana pasada en la Ciudad de México es un ejemplo elocuente. Más de noventa policías resultaron heridos, y los negocios y joyerías del Centro fueron saqueados e incendiados. Y frente a esa evidencia, la autoridad optó nuevamente por mirar hacia otro lado, por temor a ser acusada de reprimir. Pero no actuar ante el desorden también es una forma de violencia, una violencia silenciosa que recae sobre los ciudadanos que cumplen la ley y en sus policías, que, usados como inertes escudos, confían —cada vez menos— en sus instituciones.

El problema de fondo no es técnico; es político y cultural. La seguridad pública en México se juega como una cuerda tirante entre la técnica y la política. De un lado, los protocolos, la legalidad, el profesionalismo policial; del otro, el cálculo político, el temor al costo mediático y la conveniencia ideológica. Y en medio de esa tensión, la cuerda se rompe siempre del lado más débil: del lado del policía, del comerciante, del ciudadano común.

Urge que México supere el miedo a ejercer la autoridad legítima. Proteger los derechos humanos no significa renunciar al orden ni permitir la impunidad. La autoridad que no hace cumplir la ley deja de ser autoridad; pierde legitimidad y credibilidad, y con ello erosiona los cimientos mismos del Estado de derecho.

Porque no hay derechos sin ley, ni libertad sin orden. Defender la manifestación no debe implicar tolerar la violencia. Si el Estado no logra aplicar la ley de manera imparcial, objetiva y sin distinciones, lo que se genera no es justicia, sino arbitrariedad.

En tiempos donde se confunde autoridad con represión y libertad con anarquía, esta idea recobra enorme vigencia:

Aplicar la ley no es reprimir; es proteger los derechos y asegurar la libertad de todos.

México necesita reconciliarse con su historia, pero también recuperar el valor de la legalidad. No se trata de volver al autoritarismo, sino de asumir con madurez que el ejercicio de la autoridad es un acto de responsabilidad, no de represión. Aplicar la ley no es un exceso: es el primer deber del Estado democrático.

rmr

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