Causa justa
Veo una clase política triste y apagada. Veo muchos burócratas tristes. Veo ciudades tristes. Tristes no solo por lo que les falta, sino por lo que ya no creen posible. Personas que siguen liderazgos no por convicción, sino por necesidad; que trabajan no por inspiración, sino por obligación; que hacen política como quien cumple una jornada laboral: sin fuego, sin sueños, sin propósito. Se cuidan la chamba y el privilegio, se protegen entre sí, pero ya no se atreven a mirar más allá. Si te preguntara hoy si los políticos te inspiran, la respuesta sería evidente. Ese es, quizás, el signo más grave de esta época: la política se ha vuelto gris, triste, calculadora y pesimista; ha abandonado la esperanza de cambiar la realidad.
En tiempos de incertidumbre, cuando la política parece haber perdido el alma, lo único capaz de regenerarla es una causa justa. Una razón profunda, humana, ética, que dé sentido a la acción pública. No un eslogan. No una estrategia electoral. Una causa… ¡un auténtico porqué!
Los líderes que inspiran, los que movilizan a los pueblos y hacen historia, tienen algo en común: comunican desde el porqué. No se limitan a decir qué hacen o cómo lo hacen. Tienen claro por qué lo hacen y lo transmiten naturalmente. Conectan con los anhelos de la gente, con sus miedos, con su esperanza. Y lo hacen desde una convicción que trasciende el cálculo, desde la creencia firme de que cambiar la realidad es posible.
Hoy escasea ese sentido y se busca cualquier posición, en cualquier momento, en cualquier lugar y a cualquier precio. El “qué” sustituye al “porqué”. Vemos estructuras políticas que giran en torno al poder, pero pocas que giren en torno a un propósito compartido. Se habla mucho de resultados, pero poco de sueños. Se organizan campañas, se diseñan narrativas, pero casi nadie se atreve a plantear una causa que movilice el alma colectiva.
El problema de fondo no es de estrategia, es de legitimidad. La política necesita urgentemente reencantar a la ciudadanía siendo auténtica y congruente. Y eso no ocurrirá si no volvemos al origen: al “para qué”. La democracia no es solo una fórmula de representación, es un proyecto de vida común. Y como tal, necesita líderes con visión, con valor ético y con una profunda vocación de servicio que sea reflejo de un “para qué” claro.
La cultura política en muchas partes del país está atrapada en un ciclo de cinismo: se hace política por interés, se gobierna por conveniencia y se administra sin alma. Pero eso no transforma. Lo que transforma es una causa justa que interpela, que incomoda, que exige comprometerse.
Simon Sinek sostiene que la gente no compra lo que haces, compra el por qué lo haces. En política pasa lo mismo: la gente no sigue a un líder por su cargo, lo sigue por su convicción. Porque cree lo que él cree. Porque comparte su causa.
Los desafíos actuales requieren líderes que hagan soñar, que propongan proyectos que no solo resuelvan problemas, sino que dignifiquen la vida pública, que convoquen al ciudadano a ser parte del cambio y a luchar por el país y la ciudad que sueñan.
Una causa justa no se impone, se comparte. No se simula, se vive. No se construye, se cree. Y cuando alguien la encarna, cuando alguien la defiende con pasión, con coherencia y con humildad, puede mover montañas.
Ahí está el verdadero desafío para los liderazgos: no buscar el cargo, sino el propósito; no buscar la foto, sino el fondo; no seguir la inercia, sino abrir caminos.
Solo así la política volverá a tener sentido. Solo así volveremos a creer.
rmr