Columnas

El poder que no se nombra

Alejandro González Cussi

En política, el silencio también habla. A veces, incluso, grita. Sobre todo cuando los hechos claman explicaciones y lo único que recibimos a cambio es una densa niebla de evasivas, omisiones y pactos tácitos.

En días recientes ha vuelto a circular, con fuerza inquietante, una idea que se ha instalado en el subconsciente colectivo desde hace tiempo: el poder político, en ciertas regiones y circunstancias, ya no solo se disputa entre partidos o proyectos legítimos, sino también entre fuerzas ilegales. Lo verdaderamente alarmante es que esa disputa ya no siempre es externa: muchas veces ocurre desde dentro del propio Estado.

Hay señales que, por repetidas, corren el riesgo de volverse paisaje: candidatos que no pueden hacer campaña en ciertos territorios; resultados electorales que se inclinan con sospechosa contundencia en zonas dominadas por grupos armados; operadores políticos que actúan como intermediarios entre lo público y lo criminal; y, quizá lo más peligroso, una estructura institucional que mira hacia otro lado, cuando no participa directamente en el juego.

La línea que separa al poder formal del poder criminal se ha vuelto difusa en demasiados lugares del país. Y no es casualidad. Es el resultado de años —décadas— de permisividad, simulación y cálculos cínicos. De entender la gobernabilidad no como el ejercicio legítimo de la autoridad, sino como la capacidad de “mantener el orden” a cualquier costo, incluso si ese orden es pactado con quienes dinamitan la ley todos los días.

Lo grave ya no es solo la infiltración. Lo grave es que eso se haya vuelto parte del sistema operativo de la política real. Que se negocien territorios como si fueran cuotas, que se callen nombres como si eso fuera ética, que se preserve el poder a costa del bien común.

Porque sí: hay una dimensión ética en todo esto. Gobernar, al final, es un acto profundamente moral. Se gobierna con la verdad o se gobierna con el miedo; se gobierna para proteger el interés público o para garantizar impunidad. No hay puntos medios. Y quien administra el poder sin preguntarse por el bien común está abonando al caos.

No se trata de purismos ni de ingenuidad. La política, por definición, implica negociación. Pero hay líneas que no pueden cruzarse sin destruir el pacto social. El Estado no puede permitirse ser rehén ni socio de intereses criminales. Porque cuando eso ocurre, se desdibuja su razón de ser: cuidar la vida, la libertad y la dignidad de las personas.

Lo que está en juego no es solo la limpieza de un proceso electoral o la reputación de un actor político. Es la confianza misma en que las instituciones son capaces de representar algo más alto que las lealtades personales, las redes de complicidad o los pactos de poder.

En tiempos donde la política busca ganar aplausos fáciles o esconder lo incómodo debajo de la alfombra, conviene recordar una lección básica: el poder que no se nombra, que se oculta, que se ejerce desde las sombras, no deja de existir por estar en silencio. Al contrario: se fortalece.

Y cuando ese poder se fortalece sin contrapesos, lo que queda es una ciudadanía sola frente al vacío. Y eso, en democracia, no puede ser una opción.

rmr

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